Pere y Grino: acerca de la comodidad, el placer y la satisfacción.

Hal y Con vivían en una maravillosa montaña desde hacía unos meses. Habían elegido ese lugar para anidar debido a que era una zona boscosa, llena de pequeñas aves e insectos de los que alimentarse y con pocos depredadores a la vista. Había, además, varios arroyitos para tomar agua que al pasar emitían sonidos casi musicales, cuyo efecto era relajante o estimulante, según la cantidad de agua que llevara la corriente.

Poco tiempo después de establecerse allí, Con puso dos hermosos huevos, de los que nacieron sus crías, Pere y Grino. Al principio, la crianza tuvo sus dificultades, pero con el pasar de los días los papás se volvieron más duchos y podían distribuir mejor el tiempo entre juegos y obligaciones.
Pere y Grino crecían confortablemente bajo el cuidado de sus dedicados padres. Cuando cumplieron dos meses, para festejar, Hal les llevó dos suculentos bocados, que devoraron con placer. Una vez que terminaron de comer, el papá dijo con voz firme y paternal: “ya les creció el plumaje, llegó la hora de aprender a volar”.
Pere, que desde hacía unos días esperaba la llegada de ese momento, se sentía impaciente por empezar. En cambio, Grino que estaba muy cómodo en el nido, no tenía ni cinco de ganas de despegar. Así que mientras uno brincaba de alegría, el otro se apretujaba en un rincón, con la ilusión de pasar desapercibido.
A Hal no le sorprendieron mucho las reacciones de sus hijos, porque ya se había dado cuenta que tenían temperamentos muy diferentes. Pero, debido a que era la primera vez que daba instrucciones de vuelo, no sabía muy bien qué hacer para movilizar a Grino. Mientras reflexionaba, a mamá Con se le ocurrió algo. Se acercó al pichón y con su pico lo levantó de la panza suavemente, pero con firmeza, de tal manera que éste no tuvo más remedio que ponerse en pie. Acto seguido Con dio la primera lección que consistió en mostrar la postura corporal correcta (necesaria para poder luego extender las alas).
Pere imitó la postura de su mamá sin dificultad y con alegría, mientras que Grino intentó sin éxito. Se lo veía mover el cuerpo para todos lados, pero ni bien lograba acomodar una parte, la otra se le desacomodaba. A decir verdad, todo esto le resultaba molesto y displacentero. Pero, dada la insistencia de sus padres, siguió probando y probando hasta que finalmente logró alinear el cuerpo y mantener bien erguida la cabeza. Sintió una oleada calentita de satisfacción en su alma, la primera de su vida. Fue una hermosa recompensa a todas sus incomodidades y molestias.

Al día siguiente papá Hal les enseñó a extender las alas. El confiado y alegre Pere inició el movimiento pero ¡uy! … sus fuerzas no le alcanzaron y se quedó a mitad de camino. ¡No lo podía creer! ¡Parecía tan fácil! Su orgullo se magulló y esta fue la primera insatisfacción de su vida.
Al ver a su hermano ‘fracasar’, Grino pensó que esta cuestión de abrir las alas debía ser muy difícil, que él tampoco lo lograría. De todas maneras, se paró en la posición correcta, llevó la atención a la respiración, inspiró profundo y junto con una lenta exhalación ¡ah! ¡las extendió! Concentrarse en la respiración, tal como le habían enseñado sus padres, y mantenerse enfocado en su intención habían hecho la magia. En un momento cerradas y al siguiente ¡abiertas! Esto le resultó casi más placentero que comer.

Unos días después, Hal y Con abordaron la tercera lección: movimiento de alas. Hicieron varias demostraciones,  paso por paso, con lujo de detalles. Pero, a pesar de que los pichones prestaron mucha atención a todas las indicaciones, cuando llegó el momento de imitarlos, se tambalearon y cayeron. Quedaron cola para arriba y pico para abajo contra el piso. Verlos así fue tan cómico que los padres no pudieron contener la risa y, al rato, los cuatro estaban riendo a más no poder. De manera que a pesar de no haber podido mover bien sus alas, pasaron un momento divertido y placentero. Esa noche tuvieron un descanso profundo y reparador.
A la mañana siguiente, después del desayuno, los pichones volvieron a intentarlo y al cabo de unos minutos sus alas se movían con bastante gracilidad.

Faltaba la última lección: el vuelo. Hal y Con esperaron pacientemente a que llegara el día apropiado, con buen viento. Ese día finalmente había llegado y Pere no podía parar de mover sus alas, de la excitación que tenía, pero a Grino le daba mucha pereza.
Eligieron una rama baja, en un lugar despejado, para enseñar la mecánica del vuelo. Cuando los pichones partieron por primera vez de esa rama, más que volar, aterrizaron planeando sobre el suelo. Sólo después de bastante práctica pudieron volar de una rama a otra y necesitaron aún más entrenamiento, para remontar vuelo.
Pere daba grititos de alegría con cada avance. Mientras que Grino profería chillidos de fastidio cada vez que debía pasar al siguiente tramo del proceso.
El día que los pichones dominaron el arte del vuelo, toda la familia preparó un festín y celebraron satisfechos.

Pere y Grino habían aprendido algo más que a volar. Aprendieron que para crecer tenían que salir de la comodidad y que aún cuando no la pasaran bien en algunos momentos, tenían recursos para generar diversión y placer. Descubrieron también que la mayor satisfacción en su vida provenía de ser peregrinos, de seguir creciendo y aprendiendo en su camino.
Eugenia Lerner

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