El agradecimiento a veces viene después


Hace unos días a una querida amiga le entró una rata en su casa. Si hay algo a lo que ella le tiene pánico es a las ratas. Por más que hiciera de todo para calmarse, no lo lograba y tuvo que huir de su casa. Pasó esa noche en lo de su madre con la idea de volver por la mañana para repeler a la invasora. Armada de coraje, al día siguiente, fue a su hogar para tomar algunas medidas pero la invasora no cedió, permaneció. Las medidas que tomó no fueron efectivas.

Así pasó toda la semana. De noche durmiendo en lo de su mamá y por las mañanas, antes de ir a trabajar, volviendo a su casa para tratar de desterrar al terrorífico animal. Tardó 6 días en liberarse de esa criatura.
Mi amiga se sentía triplemente mal: por el terror primario que el roedor le provocaba, por sentirse débil para enfrentarlo (y tener que buscar ayuda para hacerlo) y porque, a pesar de su experiencia en meditación y sanación, nada de lo que hacía lograba serenarla: ni las meditaciones, ni los rezos ni todas las técnicas de sanación emocional que pudo hacer.

Pero no se doblegó. A pesar de todo el malestar, seguía empeñada en resolver su situación. Con el correr de las horas y de los días, su necesidad de tomar alguna medida más definitiva se incrementaba, por la perspectiva de que otras ratas pudieran invadirla. 
Para poder librarse de esta pesadilla, se le ocurrió, entonces, una alternativa amorosa, ecológica y definitiva: traer un gato a su casa.

Una vez que logró sacar a la rata, sintió que ya era el momento para incorporar a su animal protector.
Allí partimos ambas, en búsqueda de un gatito. Teníamos el plan de ir primero a una veterinaria cercana y luego, eventualmente, a un refugio, que quedaba bastante más lejos. Mi amiga seguía muy estresada y asustada y si bien la alternativa del gatito le parecía magnífica desde un punto de vista mental, su cuerpo y su emocionalidad no la acompañaban. Además de estar agotada, no había tenido una buena experiencia con su "mascota" anterior. 

Salimos de su casa. Cuatro minutos después estábamos en la veterinaria. Dos minutos después, ella ya tenía en sus manos a un hermoso bebé gris y blanco. Quince minutos después, ya estábamos saliendo del local, con el felino y con todo lo que necesitaba para su cuidado.
Ahora, quedaba por ver cuál sería el carácter del animalito y cómo se adaptaría a su nuevo hogar. 
Cuando lo sacó suavemente de la transportadora tardó sólo unos minutos en comenzar a explorar y curiosear, tranquilamente, el espacio a su alrededor. Al rato comió, jugó, siguió explorando y durmió. 

La adopción del gato, en todos los sentidos, fue tan fácil y rápida, que yo no salía de mi asombro. Estaba feliz por ella y agradecida de que estos dos seres (animal y humano) se hubieran encontrado. Sin embargo mi amiga todavía no se sentía del todo contenta, estaba aún bajo los efectos de la turbulencia.
Muy comprensible, más que comprensible, dado que el miedo a ciertos animales es primario e involuntario y dado también a que, muchas veces, los cambios implican esfuerzos e incertidumbres que no siempre son gratos de atravesar.

El agradecimiento llegó después y no surgió tan espontáneamente. Al día siguiente, mientras desayunaba, el gatito se subió a su falda y se puso a ronronear. A raíz de ello sus temores se aliviaron y comenzó a ver, con nuevos ojos, todo lo ocurrido. Pudo reconocer sus logros (sacar a la rata), valorar sus decisiones (buscar ayuda y adoptar al gato) y agradecer el buen desenlace de la situación (la ayuda recibida y lo fácil de la adopción). Pudo darse cuenta, también, que las meditaciones y sanaciones la ayudaron a mitigar un poco el terror, a no sentirse tan desvalida y, sobre todo, a encontrar alternativas de solución.

En mi experiencia, es así como funciona el agradecimiento. Es un proceso y lleva tiempo. Cuando ocurren cosas buenas, surge naturalmente. Pero en medio de las tormentas es usual que no veamos nada para agradecer. En esos momentos sólo percibimos los truenos y las nubes negras. Necesitamos que aclare para poner las cosas en contexto y en perspectiva.

El agradecimiento es una de las actitudes más maravillosas que podemos tener, pero no lo sentimos todo el tiempo. En las malas, no suele presentarse espontáneamente por decreto. Una vez que hemos abrazado el agradecimiento como una actitud de vida, creo que es respetuoso, tanto en relación a nosotros mismos como en relación con los demás, no tratar de imponerlo sino, más bien, invitarlo a pasar. Más que forzarlo podemos darle amorosamente el tiempo y el espacio para germinar.
Lic. Eugenia Lerner

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